Sujeto de una educación conservadora, con pretensiones aristocráticas, Stendhal reaccionará desde niño cultivando opiniones liberales y republicanas. Sin embargo, era demasiado aristocrático por naturaleza, demasiado individualista, demasiado elitista (¿y qué otra cosa se podía esperar de quien concientemente solo se dirigía a una minoría, los happy few?). Se convirtió pues, en esa paradoja política moderna: un defensor de las mayorías que no soporta mezclarse con ellas, un aristócrata de la democracia (posición a años luz del populismo contemporáneo que solo busca adular a las masas): “Detesto a la canalla (tratar con ella), al mismo tiempo que bajo el nombre de pueblo deseo apasionadamente su felicidad y que creo que no puede procurársele sino haciéndole preguntas sobre un tema importante, es decir, exhortándola a nombrarse diputados… Amo al pueblo, detesto a sus opresores, pero sería para mí un suplicio vivir todo el tiempo con el pueblo”.
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En sus inicios como escritor, Stendhal espera la inspiración (le génie). Retrospectivamente, razona: “Si yo hubiera hablado, en 1795, de mi proyecto de escribir, cualquier hombre con sentido común me habría dicho: ‘Escriba todos los días durante dos horas, inspiración o no’. Este consejo me habría ahorrado diez años de mi vida perdidos esperando la inspiración”.